El sol de la tarde se reflejaba plateado y brillante sobre
las aguas azules del mar, el cual
podía verse desde el balcón en la casa de Caro. Cercándome a un costado, los
cerros, salpicados de casas de colores con plantitas en las ventanas y ropa
secándose con el aire salitre. Al mirar abajo desde el balcón, estoy suspendida
justo encima del patio español de una casa antigua, donde un perrito color
marfil duerme siesta sobre las baldosas blancas y rojas encandiladas por el sol.
Ese día de primavera, Valpo estaba inusualmente caliente y
no hubo que ponerse bufanda ni medias. Frente a mí, se veían
las personas subiendo y bajando por la calle Yerbas Buenas, con bolsas que me
imagino llenas de frutillas dulces y hallullas recién horneadas, de las que
venden en Bellavista al pie del cerro.
Ahí, rodeada de cosas y escenarios sin ninguna importancia
aparente, me pregunté por qué me gusta tanto Valparaíso. ¿Qué es lo que siento
en este puerto del cual regreso cada semana a Santiago con una plenitud
inexplicable? No me ha pasado nada extraordinario en Valparaíso, pero allí he
tenido mis momentos más maravillosos en Chile.
Cada semana, al bajarme del bus, voy directo donde la señora
que vende nueces afuera del terminal, le compro una bolsa de maní japonés y me
lo como mientras camino sin rumbo hacia los cerros. Casi nunca escucho música
cuando camino por la Avenida Pedro Montt,
porque al tiro me saco los audífonos para agacharme a acariciar los
gatos en las puertas de las tiendas y escucharlos ronronear. Al llegar a la
plaza Aníbal Pinto, siempre me siento a enrollar un cigarro y de repente llega
uno que otro perrito. Les acaricio la guatita, los regaloneo y me voy curando.
El trote infinito dentro de mí disminuye el paso y no busco nada más. Voy
sanando.
Veo una gatita, recostada en el filo de la cuneta y voy como imán
directo a acariciarle la cara, los bigotes, la barbilla, y veo que tiene algo
duro clavado en el quijada. Un señor parado al frente me dice que es un
tornillo del accidente que tuvo la gata hace un año ya, cuando la atropelló un
carro mientras cruzaba la calle detrás de una paloma. “Fueron noventa mil pesos, su operación. Pero
entre todos los vecinos nos juntamos y buscamos la plata, y ahí sigue con
nosotros, nuestra regalona.”
Sigo caminando y veo
al señor que vende aretes, los cuales pincha en una sombrilla negra abierta a la que da vueltas,
haciendo que las plumas multicolores con las que están hechos se muevan suavemente.
Le compro un solitario y me adorno la oreja con dos piedritas de turquesa, una
pluma de codorniz y otra de pavo real, me voy llenando de belleza.
Al subir a los cerros, el silencio es instantáneo y
maravilloso. Tan encantador que ignoras la orina del borracho ya fermentada en
la esquina del pasaje y la caca de perro
que parece pulular por debajo del pavimento. Me limpio el zapato y da lo mismo
porque nada puede dañar lo profundo. De repente me siento que vuelvo a tener
cuatro años, cuando todo era simple y solo notaba los colores. Las paredes
grafitadas en Urriola, las casas pasteles en Templeman, todas son
momentáneamente mis casas de muñeca y estoy allí, como una niña, jugando a
perderme e imaginándome en cual de estas casas me casaré, tendré hijos y la
llenaré de flores.
Me asomo curiosa a la tiendita cerca de Lautaro Rosas a
ver de que dulce me antojo, y el abuelito siempre me saluda, aunque no le
compre nada. Al llegar arriba, a la cúspide donde está la rotonda vestida de adoquines, el cielo no tiene una nube
y el sol quema fuerte arriba, como nos cantó Violeta. Siento arder más que mis
piernas por el recorrido, respiro con dificultad, con intención y resuelvo
sentarme a tomar un café malo y recargar energias para seguir
vagando. Vagar, vagar, vagar…vagar por estas calles infinitas que me acuerdan lo
vasto que puede ser el camino, si uno no le pone trabas, lo mucho que se puede
llegar a sentir. Me percato de que este lugar etéreo me quita del biombo que cargo a diario, aquí mi boca permanece entreabierta en todo momento mientras me nutro de los cerros fecundos, redescubro la magia, dejo de tener prisa...vuelvo a ser niña.
El otro día, mientras miraba un libro con las fotos de
Valparaíso que tomó Sergio Larraín, el editor describía como en aquellos tiempos
Valparaíso era una rosa hedionda, un pueblo hermoso pero plagado de desgracia.
No sé a qué se refería, pero a mí no hay lugar que me huela tan maravilloso.
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