Thursday, December 4, 2014

La Rosa Hedionda










El sol de la tarde se reflejaba plateado y brillante sobre las aguas azules del mar, el cual podía verse desde el balcón en la casa de Caro. Cercándome a un costado, los cerros, salpicados de casas de colores con plantitas en las ventanas y ropa secándose con el aire salitre. Al mirar abajo desde el balcón, estoy suspendida justo encima del patio español de una casa antigua, donde un perrito color marfil duerme siesta sobre las baldosas blancas y rojas encandiladas por el sol.

Ese día de primavera, Valpo estaba inusualmente caliente y no hubo que ponerse bufanda ni medias. Frente a mí, se veían las personas subiendo y bajando por la calle Yerbas Buenas, con bolsas que me imagino llenas de frutillas dulces y hallullas recién horneadas, de las que venden en Bellavista al pie del cerro.

Ahí, rodeada de cosas y escenarios sin ninguna importancia aparente, me pregunté por qué me gusta tanto Valparaíso. ¿Qué es lo que siento en este puerto del cual regreso cada semana a Santiago con una plenitud inexplicable? No me ha pasado nada extraordinario en Valparaíso, pero allí he tenido mis momentos más maravillosos en Chile.

Cada semana, al bajarme del bus, voy directo donde la señora que vende nueces afuera del terminal, le compro una bolsa de maní japonés y me lo como mientras camino sin rumbo hacia los cerros. Casi nunca escucho música cuando camino por la Avenida Pedro Montt,  porque al tiro me saco los audífonos para agacharme a acariciar los gatos en las puertas de las tiendas y escucharlos ronronear. Al llegar a la plaza Aníbal Pinto, siempre me siento a enrollar un cigarro y de repente llega uno que otro perrito. Les acaricio la guatita, los regaloneo y me voy curando. El trote infinito dentro de mí disminuye el paso y no busco nada más. Voy sanando. 

Veo una gatita, recostada en el filo de la cuneta y voy como imán directo a acariciarle la cara, los bigotes, la barbilla, y veo que tiene algo duro clavado en el quijada. Un señor parado al frente me dice que es un tornillo del accidente que tuvo la gata hace un año ya, cuando la atropelló un carro mientras cruzaba la calle detrás de una paloma.  “Fueron noventa mil pesos, su operación. Pero entre todos los vecinos nos juntamos y buscamos la plata, y ahí sigue con nosotros, nuestra regalona.”

Sigo caminando y veo al señor que vende aretes, los cuales pincha en una sombrilla negra abierta a la que da vueltas, haciendo que las plumas multicolores con las que están hechos se muevan suavemente. Le compro un solitario y me adorno la oreja con dos piedritas de turquesa, una pluma de codorniz y otra de pavo real, me voy llenando de belleza.

Al subir a los cerros, el silencio es instantáneo y maravilloso. Tan encantador que ignoras la orina del borracho ya fermentada en la esquina del pasaje y la caca de perro que parece pulular por debajo del pavimento. Me limpio el zapato y da lo mismo porque nada puede dañar lo profundo. De repente me siento que vuelvo a tener cuatro años, cuando todo era simple y solo notaba los colores. Las paredes grafitadas en Urriola, las casas pasteles en Templeman, todas son momentáneamente mis casas de muñeca y estoy allí, como una niña, jugando a perderme e imaginándome en cual de estas casas me casaré, tendré hijos y la llenaré de flores.


Me asomo curiosa a la tiendita cerca de Lautaro Rosas a ver de que dulce me antojo, y el abuelito siempre me saluda, aunque no le compre nada. Al llegar arriba, a la cúspide donde está la rotonda vestida de adoquines, el cielo no tiene una nube y el sol quema fuerte arriba, como nos cantó Violeta. Siento arder más que mis piernas por el recorrido, respiro con dificultad, con intención y resuelvo sentarme a tomar un café malo y recargar energias para seguir vagando. Vagar, vagar, vagar…vagar por estas calles infinitas que me acuerdan lo vasto que puede ser el camino, si uno no le pone trabas, lo mucho que se puede llegar a sentir. Me percato de que este lugar etéreo me quita del biombo que cargo a diario, aquí mi boca permanece entreabierta en todo momento mientras me nutro de los cerros fecundos, redescubro la magia, dejo de tener prisa...vuelvo a ser niña. 

El otro día, mientras miraba un libro con las fotos de Valparaíso que tomó Sergio Larraín, el editor describía como en aquellos tiempos Valparaíso era una rosa hedionda, un pueblo hermoso pero plagado de desgracia. No sé a qué se refería, pero a mí no hay lugar que me huela tan maravilloso.

Saturday, August 23, 2014

Plurrio vino de visita






Amaru me dijo anoche, aún entre sueños: plurrio no me deja dormir. La ventana de la sala estaba abierta y el piso debajo de mis pies frío como la loza. Se me encogió de repente el pecho y corrí rápido a meterme debajo de las sábanas. ¿Plurrio?

A los pocos instantes, tía me llamó para decirme que habías salido. No tuvieron que decirme más, porque ya supe que te habías ido al lugarcito ese que te gusta, donde tienen la televisión pequeña en la esquina, siempre dando pelota, donde sirven el brandy fuerte sin hielo, que te hace arder el esófago mientras te endulza la lengua. Más de una vez te acompañé a ese lugar, y cojimos las guitarras colgadas en la pared para tocar esa canción de Ibrahim Ferrer y Omara Portuondo. En ese lugar se desayuna sandwich de huevo frito con Fanta de piña y se escucha merengue desde que sale el primer rayo de sol.

Saliste tan rápido anoche que no pude contarte de mi nuevo hogar. Tenías razón cuando me dijiste que me iba para el sur y no me volverías a ver. Qué rabia me da cuando tienes razón, viejo impertinente. Santiago es lindo pero la comida es mala. Creo que te gustaría la cueca. Aquí el aire es frío y me trizó los labios, y te tengo envidia porque sé que donde estás está tan caliente que ya tuviste que desvestirte la calva. La palmera de la que estás recostado da una brisa rica y cálida, que juro ahora mismo me acaricia el pelo alrededor de la cara. Pero no me hagas caso, que son vainas mías. Uno se agarra de cualquier cosa para estar allí contigo.

Estoy contenta porque saliste de tu claustro, que poco a poco te apagaba la voz y te quitaba el aire. Te fuiste digno, ergido hasta dar el último portazo. Pero no puedo evitar que se me llenen de lágrimas los ojos y que me comience a faltar el aire, ese que ahora a ti te sobra. Te imagino tomando el aire a bocanadas, los pulmones inflados, vivos, cantos de pájaros saliendo de tu boca. Te escucho, escucho tus cantos, los escucho a mi lado, aquí conmigo.

Hago un esfuerzo por abrir mis ojos hinchados, todavía sentada en mi cama frente a la ventana, y ahí estás frente a mí. ¿Quién dice que no funciona llorarle a los padres para que consientan a uno? Viniste. Te postraste en esa rama y no te moviste aunque el viento frío de la mañana soplaba fuerte y te revoloteaba las plumas. No te fuiste hasta que me harté de mi propio llanto y se me secaron los ojos y las pestañas. Amaru entró a mi habitación, a ver como yo seguía, él ya más calmado.   
-Mamá, ¿qué haces?
-Aquí mi amor, que plurrio vino de visita.


 Fotos tomadas desde mi ventana.