Monday, July 10, 2017

Cómo emprender el viaje en cinco semanas: El Viaje



Imaginémonos el peor de los escenarios. Finalmente, logras engavetar tus miedos al darte cuenta una vez más que tu signo y tu alma están llenas de fuego y que te es imprescindible alimentarte de experiencias como esta. Tienes cada centavo contado, pues recién vas saliendo a flote de un año difícil que agotó tu alma y tu billetera. Pero sin pensarlo mucho, compras tu boleto de avión y se te encoge el corazoncito, sabiendo que vas entrando en territorio desconocido, tu lugar favorito, el que más bien te hace.

Hace tiempo no te compras ropa nueva, pero anticipando el viaje y el calor desértico de su nueva ciudad, compras un par de vestidos llenos de flores, ceñidos en tus partes curvas, elegantes, con los que al mirarte al espejo te sientes tan bonita. Los doblas cuidadosamente hasta que quedan como libritos esperando ser abiertos, colocados al lado de tus sandalias y vestidos de baño dentro de tu maleta, la cual tienes abierta en exposición en tu habitación desde hace una semana.

Pasan los días antes de ese sábado en que viajas y suena Slowly de Aute en repeat en tu casa, camino al trabajo, mientras tomas un baño de tina y suavizas tu piel con sales, para que llegue a sus dedos como un lienzo de seda. Caminas por tu barrio y todo te acuerda a él, todo es superficie donde proyectas el sentir que sale desde tus adentros; ves un diario con un dibujo de un caballo con alas y se lo compras, imaginándotelo escribiendo a media noche dentro de su auto blanco en la carretera de la Costa del Pacífico, como en ese libro de Kerouac que tanto le gusta.

Durante un mes tu teléfono se ha ido llenando de mensajes inesperados a todas horas del día, conversaciones como destellos de pequeñas explosiones, cosas que solo tú y él comparten: las preguntas que ambos le hacen a las páginas que escriben al levantarse, los recorridos mañaneros por Venice Beach, por el Río Hudson, las cartas de Rilke, universos paralelos que iban tomando su forma en puntas opuestas de esta tierra a la que ambos emigraron desde su Latinoamérica profundo. Con cada intercambio que tienen te sobrecoge la seguridad de que no estás sola en esto, de que esta complicidad no es algo que habita solo en tu cabeza.

La noche antes de tu viaje, mientras imaginas la sensación de verlo otra vez, él te llama y sientes la urgencia en su voz, tan parecida a la tuya. Ya no falta un mes, ni dos semanas, ni varios días…ahora solo es cuestión de horas. Entonces emprendes el viaje. Te subes al pájaro blanco, expectante, las comisuras de tus labios permanentemente levantadas en las esquinas, tu cuello y muñecas perfumadas, vistiendo una ropa sencilla, pues decidiste que era mejor parecer no haber hecho esfuerzo alguno. Pensaste en cada detalle, porque tienes un corazón tierno y sensible, y voy a necesitar que te aferres a esta noción de ti y que la absorbas, para que podamos atravesar la siguiente parte de esta historia.

Llegas a esa ciudad, que en realidad nunca te ha interesado, pero que ahora parece fruta justo antes de caer del árbol. Tum tum, tum tum, retumba tu corazón desde que las patas del pájaro tocan el piso. Él te recibe con los brazos abiertos, tal como habías imaginado y una vez dentro de su auto, te besa urgentemente, y pasa su mano sobre tu pierna, la cual sientes que disuelve tu pantalón de blue jeans que separa tu piel de la suya.

Mientras él conduce, vas viendo cosas: lo pasiva que te tornas dentro del auto, situación anti natural para tu esencia que gusta de interactuar activamente con la urbe, sintiendo el pulsar de la calle debajo de tus pies, inhalando los olores citadinos en ráfagas embriagantes, asquerosas, seductoras. Dentro del auto esta ciudad desconocida se desplaza plana hacia el infinito, las construcciones truncadas, fachadas superfluas que no llegan a la copa de los árboles maravillosos que visten sus calles, en completo contraste con el edificio enorme donde comenzó esta historia un mes atrás en la ciudad de la furia.

Permaneces más alerta de lo usual, observas, ejercitas esa capacidad que has venido desarrollando de voltear el lente hacia el interior. Todo es información. Cuando llegan al huequito que lo acoge en su nueva ciudad, se besan, se tocan, se lamen y te sorprendes al darte cuenta de que hay una parte tuya que él no está tomando, que no puede sentir tu sabor original directamente, que es incapaz de degustarte sin anestesia, sin el humo medicinal que altera los sentidos, y entonces recuerdas la primera noche y notas que allí también hubo humo, y que la humareda se extendió a todas las otras noches de la semana que compartieron. Pero lo inhalas todo y lo acoges a él dentro tuyo, sabiéndote ya dentro del bosque, y ambos comienzan a navegar los senderos oscuros entre los enormes árboles.

Una vez allí, algo en él se comenzó a despedazar, fragmentos de su paz cayendo uno a uno destrozados al suelo. Allí estabas frente a él, con tus pistilos expuestos, brindándole la oportunidad de acercarse verdaderamente a otro ser humano, a él mismo. Le extendiste el regalo con ambas manos, mirándolo a los ojos y allí es donde se produjo el corto circuito. Porque desde ese momento, sus dedos nunca volvieron a encontrar tu cabello, ni tu cara, ni tus manos, y necesito que estés lista porque es aquí donde comienza la verdadera turbulencia.

Por los próximos días notas su rechazo en una infinidad de formas. Lo notas en la ausencia de las caricias que habían tramado y de besos donde ambas lenguas se unen húmedamente. Lo notas cuando sus ojos esquivan tu mirada, en cómo evita estar a solas contigo llenando cada segundo que comparten con actividades cuya urgencia solo reside en apaciguar su incomodidad. Lo sientes cada vez que salta de la cama luego de hacer el amor contigo y va directo a la ducha a lavarse los vestigios de ti hasta quedar pulcro, hasta borrar las huellas de cualquier intimidad sobre su piel. Mientras oyes la ducha correr, te quedas inmóvil viendo cómo se desarrolla este teatro a tu alrededor, viendo como el vapor caliente del baño va empañando el vaso de cristal que sostienes valientemente en tu mano, mientras llegas al ojo del huracán.

Estás en su cama y esta es la última vez que estarás con él. Desde tu tranquilidad, que va tiñéndose de humillación, adquiriendo los azules de una leve tristeza, ves como él se comienza a descompensar frente a tus ojos. Ambos están allí, en la densidad de esta selva que lo aterra, que lo confronta con esa parte suya que es feral, irracional, detestable, y de repente lo sobrecoge una necesidad de aniquilarte mientras estás desnuda en su cama. Necesita ordenarte que le bajes y te la comas toda, diciéndote que tu estadía en su casa no es gratis, y tú lo tomas a broma pero pronto te das cuenta de lo repugnante del asunto cuando te dice que se quiere venir en tu cara y le dices que por favor no lo haga, pero segundos después sientes el líquido cálido correr por tu rostro, ensuciarte el pelo, taparte los ojos, mientras él vuela de la habitación directo al baño a seguirse anestesiando con humo y vapor caliente.

Ya no sintiéndose como un niño inseguro, como la poca cosa que sabe que es en su interior, recobra su esencia misógina al haberte silenciado, sabiéndote objetificada en la cama a su lado. Sale el primer rayo de sol en esta habitación que ahora tiene un aspecto fúnebre, donde amaneciste en vela, tu pelo todavía pegajoso, tu piel encostrada con sus fluidos. Sientes la humillación crecer dentro de ti como un moho verdeazul que lo contamina todo, y con esta también sientes proliferar una llama nueva que arde con la convicción de que eres y mereces mucho más que esto. Lo dejas y te vas a la playa de altas palmeras, te desahogas dejando que la sal que corre de tus ojos y que baña tus pies te cure poco a poco, aceptando las discrepancias entre el viaje que habías imaginado y en el que en realidad te encuentras.

Llegas de nuevo a su casa con un poco de tu valentía restaurada, el sol ya detrás del horizonte, y le comunicas amorosamente lo incómoda que te sientes, dándole el respeto que todo ser humano merece de ser escuchado. Pero mientras mantienes tu calma, ves como sus facciones se osifican frente a ti, cómo se le frunce el ceño formando surcos infinitos en su cara, como el timbre de su voz comienza a ir en escalada mientras te culpa por estar arruinando el viaje con tus dramas. Vomita sus palabras sin mirarte a la cara, y ves a un animalito acorralado que trata de escaparse por algún hueco del cerco, y fugazmente sientes el deseo de acariciar su pelaje y decirle… tranquilo, que no voy a hacerte daño, solo quiero darte cariño, pero ya has entendido con el pasar de los años que cada quien debe cargar su propio equipaje. Él te dice que te vayas, que ya no te quiere en su espacio, y no te queda de otra que dirigirte al ojo del huracán en el medio de la noche. Aquí está el hueco, en carne y hueso frente ti, exigiendo que mires sus ojos negros sin resistirte y que lo aceptes como parte tuya.

Mientras recoges tus cosas, entiendes profundamente su incapacidad de habitar espacios profundos sin rituales que mitiguen su miedo, sin lavarse mil veces la ansiedad de la piel de sus manos, sin hacerse rutinas y rituales que edifiquen estructuras alrededor de su mente, para mantenerse flotando en la superficie. Y ya entiendes por qué la insoportable levedad de su nueva ciudad le cae como anillo al dedo. Ves que tiene un temor agudo a ver lo que en realidad habita dentro de él, que fuiste espejo y que necesitó quebrarte para recobrar su levedad. También entiendes la razón por la cual sus escritos carecen de alma, desprovistos de vida interior, siendo solo palabras que no comunican nada, colocadas cerebralmente con el lente hacia afuera en vez de hacia sí mismo, y es que, ¿cómo puede existir una voz que no se ha rendido a su propio dolor?

Regresamos a tu fuego, a tu necesidad de sanar, a la verdadera razón que te llevó a emprender el viaje. Te transportas a otro mundo, a una isla que no conoces en el medio de la bahía, tus pies empanizados de arena blanca, el sol encandilando tu piel y entras en sintonía con el propósito profundo de las cosas. En tu cabeza, esas voces anteriores quieren que te sigas preguntando: ¿Por qué yo? ¿Por qué me rechazan? Pero sentada allí, rodeada de agua, como un reflejo de aquella profundidad que ahora habitas sabiamente, sabes que en el último trecho del viaje no caben las construcciones racionales, sino solo la aceptación de lo desconocido, de lo insondable, de lo inexplicable, donde tu alma brilla y resplandece frágil bajo el sol.

Cómo una flor desértica, absorbes tranquila y calladamente la noción de que la niña ya no sigue en el peldaño al pie de la escalera, de que el cerco alrededor de tu jardín interior es lo suficientemente maleable para dejar entrar a seres vivos y amorosos, pero que muta con igual ímpetu en acero impenetrable si alguno de estos muestra intención de exterminar sus flores, tus geranios y rosas fragantes, tus girasoles que miran al sol. Disfrutas haber descubierto esta islita inesperada a la que te llevó el viaje, este pedazo de tierra que es solo tuyo, el cual puedes visitar con solo cerrar los ojos y confiar, a sabiendas de que experiencias como esta nunca más podrán romperte.

Cómo emprender el viaje en cinco semanas: Vorágine



A 34,000 pies de altura suena la alarma sobre mi cabeza, indicándome que es hora de despertar. Me quedé dormida antes de que comenzara el viaje. El aire húmedo y frío que sale como rocío de ambos costados del avión va cubriéndome lentamente, entumeciendo mis aprensiones. Lucho por abrir los ojos, mis párpados pesados y renuentes, cuando lo que en realidad deseo es enrollar mis piernas hasta que las rodillas me toquen el pecho y quede en posición fetal en mi asiento. Pero esto de viajar es cosa de adultos.

La alarma sigue sonado e indica que me ponga el cinturón, que estamos entrando en una zona de turbulencia. Voy camino a verlo y se que ese trayecto es aún más arriesgado para la niña que quiere enrollarse en su asiento. Ella ya sentía la turbulencia mucho antes de subirse al avión. La sentía mientras estaba acostada en su cama tratando de dormir, mientras su corazón atravesaba tupidas nubes llenas de agua; la sentía al caminar por cualquier calle desconocida en la ciudad, donde se enfrentaba con la inmensa soledad que le había sostenido la mano familiarmente por tantos años, mientras la escuchaba decirle que ya es hora de partir; la sentía al escuchar la voz de él, tarde en la noche, absorbiendo su calidez invitante y acogedora, su timbre particular que iba levantándola poco a poco de ese peldaño al pie de la escalera, elevándola a un lugar simétrico donde sus ojos llegan al mismo nivel de los suyos.

Abro los ojos y logro despertar, recordando al instante lo que vengo sintiendo desde que supe que volvería a verlo. Paso mi mano lentamente por mi cuello y mis hombros, imaginando que no es mi mano sino la suya y veo la piel de mis brazos adquirir el relieve de un cactus salpicado de flores rojas. Mi mente ya aterrizó y va a su encuentro, y siento como el avión desciende de repente haciendo que se me hiele el pecho. Así deben sentirse los paracaidistas al lanzarse al vacío, al impulsarse hacia la vorágine.

Estiro mis piernas y levanto mis brazos hasta que llegan al límite y tocan el techo diminuto del avión; me pongo el cinturón y siento al hacerlo como se abren las compuertas debajo del avión que encierran el equipaje, como este abre sus alas como un ser mitológico mientras su cuerpo blanco galopa hacia esta nueva aventura. Debajo de sus alas blancas, ahora abiertas, ahora ensanchadas, van saliendo una a una las piezas de equipaje y ahora el animal comienza a esquivar la turbulencia ligero, ágilmente, como un niño curioso que se va adentrando en el bosque. ¿Qué encontrará en sus adentros? ¿ Qué sentirá cuando el grosor de los árboles enormes que tocan el cielo lo confronte con su propia pequeñez?

Mi asiento tiembla mientras las nubes chocan espumosamente sobre mi ventana, grises, cargadas, como recordatorios de lo que voy dejando atrás con este viaje. Dentro del temblor comienzo a imaginarme cómo se sentirá estar dentro de la vorágine, una vez llegue al bosque. No puedo vislumbrar los árboles con su imponente estatura y tampoco la neblina espesa como musgo que me impide ver el camino. En vez veo a la niña en la oscuridad que arropa al bosque durante la noche, buscando esa mano conocida que la sostuvo en lugares como este, en una búsqueda fútil que poco a poco la va encauzando hacia otro terreno. Estás lista, le murmuran los árboles, mientras regresa a su nueva y exhortante realidad del ser mitológico de grandes alas blancas, que cabalga determinado hasta llevarla a ese lugar donde todo es tábula rasa, donde me recibe el calor de sus brazos que tanto he extrañado, una habitación vacía esperando comenzar a almacenar recuerdos y donde ella mira hacia arriba murmurándose a sí misma: sí, sí, sí.

Cómo emprender el viaje en cinco semanas: El Vaso de Cristal



Desde que apagaron las luces y se abrió el espeso telón de terciopelo negro, ella no me dio tregua. Se acercó a la luz cenital del escenario con el caminar entrecortado de un pájaro recién herido, con sus únicos tres dedos y su vestido de diferentes parches color piel, como una extensión de tela de su propio rostro. Todos estábamos sentados en penumbras, envueltos en el silencio ensordecedor de este circo extraño donde todavía merodeaba el aire salitre de la playa al cruzar la calle.

No debí haberme sentado en primera fila. Aunque no volteé a ver ni una sola vez a las personas sentadas detrás de mí, intuí que la veían con asco, que ellos también la evitaban con la mirada, tratando de ocultar su falta de entendimiento por el lenguaje atrofiado que salía de sus labios, su sorpresa por la piel que le cubría el cuerpo como cera blanca al calor del fuego.

Ella salió espigada, su baja estatura imponente, una contradicción en sí misma. Se postró en el polvoriento escenario de madera, silente, sondeando las caras en el salón. Sus ojos almendrados diferían el uno del otro, el izquierdo más alerta, despierto, libre de las cicatrices que le arropaban el párpado derecho. Transcurrió una infinidad de segundos kilométricos, y desde su silencio, ella nos contuvo en nuestra incomodidad. Me miró fijamente y el banco en el que yo estaba sentada transmutó en una infinidad de sillas que he ocupado a través de los años. Lugares donde yo era ella y había llegado el momento de exponer mis cicatrices a otro.

Ella toma en sus manos toscas una lanza de madera, embadurnada de aceite en ambas puntas, la cual enciende con un fuego que engulle la lanza rápidamente. Sus únicas palabras: “relájense, que con estas manos horribles todavía no se me ha caído el primer vaso de cristal”. Comienza la danza al interior y la lanza gira sobre su cabeza, alrededor de su cuerpo, envolviendo las texturas de su piel en figuras color carmín, sacando a la luz cada relieve de su cara, sus cicatrices ensanchadas como brillosos valles, como cordilleras imponentes y borrascosas, como gusanos solidificados bajo cemento fresco. Con las llamas en movimiento se van encandilando mis recuerdos y me transporto a decenas de primeras citas y a la ansiedad de que el otro note las costuras que enmarcan mi historia. Ella sostiene la lanza ardiente y de mí van brotando explicaciones urgentes sobre el aspecto peculiar de mi vida, las cuales lanzo compulsivamente al que se sienta frente a mí como estrellas desperdigadas, temiendo que las deje caer al suelo reduciéndolas a fragmentos cristalinos, a solo polvo.

Ella es espejo, ella es cristal y yo voy asimilando el porqué de su danza cálida y peligrosa. La valía de sostener sus deformidades como un frágil testamento de sus vivencias, que entrega al otro con gracia, sin palabras. La ofrenda de las hermosas cordilleras a lo largo de su rostro, de sus pocos dedos erguidos como únicos sobrevivientes y de sus cavidades acuíferas con un lago color miel al centro, que cruzan cercos de piel espesa con cada pestañeo, valientemente, como una niña de circo. Se van apagando las llamas y con estas también mi verbosidad en el escenario que habito, ella y yo ya expuestas, permitiendo al otro que sienta el calor del fuego, y la belleza de ver cómo sostener el vaso de cristal.

Cómo emprender el viaje en cinco semanas: 24 Horas



Lo primero que debes saber es que hay cosas que no puedes preguntar cuando hablas con alguien desde lejos. Una vez aceptas esta limitación, las conversaciones se vuelven infinitas. Una buena estrategia para lograr esto es no salirse de las últimas 24 horas. Puede parecer contradictorio, pero permíteme un leve divagar y yo me permitiré asumir que si todavía conversas con alguien después de haberse ido, ahora que vive en otro espacio en el que no cabe tu cuerpo físico, es porque quedan partículas de algo grande, de algo magnífico. Un Big Bang en menor escala.

En los confines abalaustrados de las últimas 24 horas, no caben las demás personas que han formado parte de tu historia; no cabe tu ex pareja ni su ex pareja, no caben aquellas personas poco merecedoras con las que te obsesionaste y de las que te encanta hablar, y tampoco encajan las dinámicas complejas de tu familia. Los intercambios son breves. La cantidad de caracteres en los textos que pululan desde los dedos es bastante mísera; la voz al otro lado del teléfono viaja ya distorsionada con los sonidos de los respectivos espacios que ambos habitan, como en ese juego infantil llamado Teléfono, donde le dices al oído a alguien: “manta”, cierto deseo inconsciente reflejado en la elección de esta palabra, y las personas reciben la manta a su forma, la escuchan como les viene en gana, la van pasando hasta que el último grita “canta” y todos eructan en un tarareo colectivo. A través de estas vías mezquinas, es imposible hacerle justicia a los temas mayores de la vida.

Entonces queda solo lo ordinario, lo burdo, lo cotidiano. Ese aburrimiento desde donde sale lo lúdico. Queda jugar a imaginarse sus primeras horas de estas 24. Cambias tu sed por conocer cada recoveco de su historia por imaginarte solo el olor de su pijama y acercar tu nariz a esta, tu primer movimiento del día. Reemplazas las expectativas, que me abstendré de denominarlas como engañosas, con enviarle trocitos de lo que alimenta a tu alma, para que él también pueda nutrirse, así una especie de simbiosis. Simbiosis post-moderna en la que no se tocan, donde el alimento de cada parte reside no en la unión, sino en la libertad de ambos de imaginarse su propia crisálida…frágil, única, transparente.

En el transcurso de estas 24 horas se esclarece el engranaje de la alquimia. Transcurre el tiempo como una máquina gigante que funde los detalles insignificantes de este día en algo valioso, en la construcción de mapas emocionales que nadie más ha recorrido, en cosas que brillan porque ya no existirán mañana.

Cómo emprender el viaje en cinco semanas: El Hueco



En la primera noche que lo visité, su apartamento todavía seguía poblado con sus cosas. Un cuadro negro con contornos de figuras blancas navegando hacia un centro redondo amarillo, una pizarra con afirmaciones escritas en tizas multicolores, una camada de hiedras artificiales cubriendo la fachada moderna de su balcón con un leve aire de nostalgia.

No encendimos las luces, y yo seguía nerviosa. Su pequeño estudio estaba iluminado únicamente por las luces lejanas de la ciudad al otro lado del río, tiñendo el piso de madera con una sutil incandescencia naranja y tornando sus sábanas blancas en mantos cobrizos. Esa misma mañana me dije frente al espejo que no quería ir tan rápido, pero ahora me encontraba allí mirando en otro espejo, esta vez transparente, develando construcciones enormes alrededor de su edificio. En una de estas, se veía un hueco enorme, con una negrura que se perfilaba infinita a esas horas de la madrugada. Observé este hueco fijamente, sin pestañar, su oscuridad insondable, casi hipnotizante, y recordé bien la familiaridad de ese sentimiento, aquel lugar conocido al que nadie me puede acompañar.

Nos sentamos al pie de la ventana y dejamos que el humo navegara sobre la lengua, por la garganta, por la humedad de nuestros adentros hasta calentar las palmas de nuestras manos, el sexo expectante, las rodillas y los pies. Sigo con miedo pero ahora todo parece desconocido, las cosas dejando una estela en su paso, su mano sobre mi cabello que ahora parece larguísimo hasta llegar al suelo, su cuerpo enorme que veo moverse lentamente hacia mí, amenazante, hasta que coloca una almohada debajo de mi cabeza, donde esta desaparece en nubes de algodón y me pierdo. Pierdo los estribos y abandono mis reglas, mientras voy descubriendo detalles de él que no había notado, ahora más claros con la emergente luz del amanecer. Su pelo negro, negrísimo, sus manos enormes que abarcan perfectamente ciertos espacios de mi cuerpo, su escasez de palabras por la mañana, dando espacio a un silencio fino y arrullador. Ese silencio que he buscado en tantas cosas.

Él sigue dormido y yo me levanto y me siento en la cama, registrando todos los detalles ahora inofensivos bajo el tibio sol de la mañana. Vuelvo a ese espejo que mira hacia afuera y noto que la construcción de anoche ahora está llena de obreros, hormigas diminutas que se pierden en la vastedad del paisaje urbano. Estas circundan el hueco de cemento y comienzan a estirar lentamente una lona azul brillante sobre su cavidad. En la luz y lucidez del día, el hueco se ve más distante, su oscuridad apaciguada, resignada. En el transcurso de una media hora observé fijamente el hueco y como las hormigas lo iban arropando de azul, al unísono, fuerzas ocultas trabajando para una causa mayor. Quizás no es hacia afuera que mira este espejo.

Solo quedan unos días antes de que él tenga que partir y sus cosas emprendan la marcha fuera de su apartamento y hacia un lugar desconocido no tan solo para él. Veo ondular la lona azul desde las alturas, como olas de mar lentas y acompasadas. “Fluir, fluir…”, parece decir un eco desde la cavidad que van vistiendo de color mar, de color cielo. ¿A dónde se fue mi miedo? Lo sentí dejarme al ritmo que se disipaba la oscuridad del hueco, que ahora es azul intenso, como el cielo de la costa oeste que le espera, como este nuevo don de fluir que me he permitido, como la incertidumbre.

Saturday, May 27, 2017

Looking for Love at the End of the World




The last night at my apartment in Astoria, the kitchen was filled with the smell of freshly made beignets, and the tattoo on my wrist, a small fleur de lis, was still tender and red in its outer edges. All my closest friends were drinking moonshine while sitting on what little furniture I had yet to throw out or give away. My son Amaru sat alongside the line of boxes, sullen, his face showing a deeper understanding than mine about the journey that awaited us.

I always fantasized about leaving New York City. Always. It had been an intermittent fantasy that came and went with the ebb and flow of the city. It made me retreat to the palm trees and warm breeze of my Dominican Republic when commuting on a crowded train; it filled my down time with thoughts of a larger home, where I could drink my coffee outside in the yard, which would have a nice garden of herbs and vegetables to be made later into hearty casseroles. As a single mother living in the city, struggle was no stranger to me.  My morning trips to the subway were always rushed, the heat of the bodega coffee warming one hand while prompting my son to walk faster with the other. “If only we had a bigger apartment, if I had a partner, then I would feel more rested, at peace.” I thought to myself almost daily.

With becoming a single mother came a dire need to fix that status. The part of me that had always pictured myself happily married cringed at what awaited me.  And then there was the guilt. The guilt of having fallen in love too soon; of now providing an incomplete home to my child. After separating from my son's father, a kind of uneasiness took over me, making me uncomfortable in the presence of a man. This discomfort played itself out by me utilizing most of my free time to go on dates (bad dates); if there was a chance to meet someone, I took it. I felt an urge to “repair” my situation, but when opportunities arose for a man to get to know me, I rushed to bed with him, escaping the anxiety of being found not good-enough.

I remember vividly a man I dated almost 6 years ago. He was a painter from Chile whose charms included being a great chef and playing the cajón. His hair was dark and curly, waxy to the touch. His smell was intoxicatingly good, a scent I now recognize, upon further research, as lemon verbena. We met at one of his art shows and I remember being so young and impressed by his work. Tiny red boxes lined the wall at the gallery near the Hudson River, inside them writings from famous communist leaders. There were Che, Fidel and Marx, inscribed in plexiglas, their words as little treasures waiting to be unveiled.

With him I learned to dim the lights and to not remove my clothes all at once. I learned that slower is better and more satisfying. We talked about art, watched surreal Argentinian films, and enjoyed listening to Cuban boleros on my iPod, using only one set of headphones. Our conversations were seemingly profound and artful, but I felt the deeper parts of my soul were invisible to him. When I spoke about the things that moved me - a recent trip to Cuba, the relationships in my life, my son - he seemed uninterested and I was met with silence. We orchestrated our meetings around the time my son was at his father’s, and as time progressed this arrangement remained unchanged.

It was the summer of 2010 and I asked him to meet me at a place in Union Square. I was wearing a navy blue dress with flowers and he was eating a dish of pork and broken rice. I sat next to him and told him this was coming to an end, that I was slowing becoming disillusioned, the verbs I chose deliberately active, to hint nothing was set in stone and that I hoped he would amend things. He didn’t. He ate his food in silence, only commenting once on the rice, saying it was the smallest rice he had ever seen. When he finally stared at me, he said: “Can’t you see you are projecting? It is you who feels uncomfortable with intimacy.” His words made no sense to me; they struck me as utter bullshit as I stormed out of the restaurant, University Place now blurry from the tears coming up. However hurtful, this scenario repeated itself several times. I kept finding myself in bed with someone I barely knew, feeling unappreciated. But I told myself it was their fault; that they were the ones scared of intimacy.

My dating disenchantments exacerbated my thoughts about leaving New York City, and as if I had called it out to the universe, shortly after, a feasible possibility of relocating to South America was right at my feet.

That night at my goodbye dinner in Astoria, a friend gave me a farewell present: A silver pellet with a small yellow piece of paper inside that read: Write a wish, open it when it comes true. Later that evening when everyone was gone, I sat on my bed, a little drunk, and clumsily wrote: I want to fall in love. Two weeks later off I went.

Chile met us with its strangeness. Every sensation felt so foreign: the dry, desert-like cold that perpetually made our skin tight and defied alpaca socks; the bland food; people’s skepticism and skittish temperament, which I later made sense of as a direct correlation to Chile’s geographic insularity. A culture with so little embellishment that is terribly scary and truly magical at the same time.

I understood relocating to Chile as the panacea for what wasn’t working in my life. I was certain I had to surround myself with different circumstances and people in order to be more relaxed and present, to meet someone who wasn’t as distracted and self-involved as most guys in New York City, to know what if felt like to be intimate. I wanted to share my inner landscapes with someone who would value them, someone who could truly love me and allow himself to be loved. But Chile, with its shaky earth, with its way of almost expurgating you into the unknown, paved the way for another kind of intimacy.

I found myself devoid of distractions. Full time motherhood hit me like a ton of bricks. The space and slower rhythm I so longed for now made me feel trapped and domestic; it angered me when I cooked or spent time at home actually doing the things I had wished to have more time for in New York. It also angered me that Amaru became sad, homesickness taking hold of him, and demanded to sleep in my bed every night, which he never had. The walls of our nice, and bigger apartment in Santiago became mirrors and my reactions reverberated in those four walls making my words inescapable. The intimacy I so longed for was now crushing me.

Yet, as time wore on, I started to soften. Those first nights in bed with my son, feeling his warm, squirmy body welding itself to mine, made me feel so vulnerable. I became six again, in my mother’s bed, her icy body turned away from me. I remembered the times I tried to hug her and she avoided me. I remembered her harsh words and lack of patience when I hurt. I remember the loneliness of my big room and how I wished for someone to play with me. As I lay there, tenderly embracing my son, feeling his warm breath moistening my face as he fell asleep, I started to see the hidden forces behind my decision of moving to Chile. My soul sought a secluded place where its walls could crumble, where I could lick my wounds in peace, without distraction. I also remembered why I liked the name Amaru, because it contained the word “Amar”, which means to love, and just uttering its sound seemed like a loving act.

With each night I shared my bed with my son, I saw his big, beautiful brown eyes become brighter, and I understood that I was seeing him return to wholeness because I was headed there myself as well. With each bus ride to school really early in the morning, the both of us wedged tightly between people, with the creases of the bed sheets still lining my face, my son’s head resting warmly against my belly, I found the true intimacy I was so desperately looking for. And it had always been there. Small details around me, a purple sunset with curdled pink clouds, the leafy tree outside my window, became daily reminders of how full of beauty the present moment already was.

With all its mystery, Chile slowly weaved itself into the fabric of my life; first with the arrival of my son, who is half Chilean, with the guy I dated six years ago (whose words now ring so true) and then with my vertiginous move down there, each instance an opportunity to break open and find the courage to sit with what scared me. Deep into the unknown, encircled by the Pacific Ocean to one side and by the Andes Mountains on the other, I realized my pain could follow me six thousand miles to the end of the world until it taught me its precious lesson: that the love I looked for outwardly, was just the love I was withholding from myself.