Tuesday, March 13, 2012

El Regalo de un Robo





Finalmente Bogotá me regalaba un día soleado. Habían pasado casi diez dias desde mi llegada a Colombia, y todavía no lograba desprenderme de la nostalgia del recién llegado. Me estaba acostumbrando a todas las novedades: mi nuevo apartamento, las calles de mi barrio, como transportarme en esta enorme ciudad. Llegué con unas ganas inmensas de salir a tomar fotos, de conocerme Bogotá de punta a punta, hasta pensé en hacerme un horario de caminatas citadinas para aprovechar al máximo mi estadía. Pero extrañamente, no quería salir de mi apartamento; hacía mercado y regresaba al instante, iba al cine en Iserra 100 y regresaba a casa con prisa para chatear con mis amigos. Aveces, de la nada, se me salían las lágrimas mientras almorzaba con mi novio o mientras caminaba sóla de regreso a casa. Nunca había vivido en otro país que no fuera República Dominicana o Estados Unidos. Me sentía nostálgica.

Pero ese jueves, motivada por mi caminata por todo Chapinero el día anterior, salí con mucho brío a disfrutar el sol y finalmente comenzar a conocer Bogotá. Tomé el transmilenio y me bajé en la 76. Caminé por Chapinero, pasé Unilago, me comí una hamburguesa Costeña en El Corral de la 15, vi a los mariachis reunidos cerca de la 57. Bajé por la 14, partes de esta enmantelada de hermosos graffitis; algunos protestando por una mejor educación, unos pro-Palestina, y otros de pájaros y personajes multicolores escalando las paredes del Colegio Manuela Beltrán. Seguí bajando, hasta las cuadras llenas de gatitos y perritos en venta; hasta la Plaza de Lourdes con sus palomas; hasta la tiendita dos cuadras de allí en donde me tomé una aromática con sabor a maracuyá.

Hablé con muchas personas y los retraté: a la niña en su uniforme de colegio que se escondía debajo del puesto de dulces de su papá, a los dos indigentes en un parque cerca de la 51, sentados con su perro color soga llamado Whisky, al muchacho que sostenía 4 globos que decían I love you y se escondió detrás de los mismos cuando apreté el botón de mi cámara. Finalmente, en este día, había podido hacer conexión con la ciudad y con su gente. Caminé hacia el centro, dirigiéndome a la estación del Museo del Oro para tomar otro transmilenio de camino a casa. Eran las seis de la tarde, el cielo estaba oscureciendo color naranja y me sentí agradecida por este día en Bogotá y porque quedaba su recuerdo en las fotografías que tomé.

Llegué a la estación de Museo del Oro, y estaba repleta con estudiantes y personas saliendo de sus trabajos. Casi no podía caminar del gentío, pero feliz de al fin sentirme como parte de la ciudad. Llegó mi transmilenio y me subí como pude, la gente me arropaba por cada esquina; sentí fuertemente el peso de alguien sobre mi espalda, y para no caerme tuve que agarrarme de la barra metálica sobre mi cabeza con las dos manos. De pronto, salen tres personas del bus, se abre un poco de espacio y se cierran las puertas. El bus avanza y puedo pararme a recojer mis lentes que habían caído al suelo; me ajusto la cartera la cual se sentía repentinamente liviana y no puede ser... me robaron la cámara.

Por los próximos días alterné entre llorar incesantemente, sentirme estúpida, culparme por haberme relajado, e incubar un terrible miedo: el no poder sentirme otra vez así en Bogotá, como me sentí ese día. La frustración me carcomía. Me dolió que me robaran la cámara, pero me dolió aún más que se llevaran el registro de la comodidad y alegría que pude lograr en la ciudad. Me robaron el recuerdo y ahora no me queda nada.

Todo esto me puso a pensar que, los momentos valiosos como el que viví el jueves no son sostenibles. Pasan esporádicamente y así mismo se esfuman, y aunque es preciado tener una fotografía para revivirlo, lo más valioso que podemos sacar de ellos es el privilegio de haber estado presente y de haberlo vivido. Es muy alentador saber que ese privilegio nadie te lo quita. Lo bueno de perder algo es que la pérdida siempre trae consigo algún regalo. Mi pérdida me regaló el uso de una vieja cámara análoga, y la disposición de habitar los pequeños momentos con gratitud, a sabiendas de que no durarán para siempre.

Fotos análogas tomadas en nuestro lugar favorito en Bogotá, La Puerta Falsa.

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