Monday, July 10, 2017

Cómo emprender el viaje en cinco semanas: Vorágine



A 34,000 pies de altura suena la alarma sobre mi cabeza, indicándome que es hora de despertar. Me quedé dormida antes de que comenzara el viaje. El aire húmedo y frío que sale como rocío de ambos costados del avión va cubriéndome lentamente, entumeciendo mis aprensiones. Lucho por abrir los ojos, mis párpados pesados y renuentes, cuando lo que en realidad deseo es enrollar mis piernas hasta que las rodillas me toquen el pecho y quede en posición fetal en mi asiento. Pero esto de viajar es cosa de adultos.

La alarma sigue sonado e indica que me ponga el cinturón, que estamos entrando en una zona de turbulencia. Voy camino a verlo y se que ese trayecto es aún más arriesgado para la niña que quiere enrollarse en su asiento. Ella ya sentía la turbulencia mucho antes de subirse al avión. La sentía mientras estaba acostada en su cama tratando de dormir, mientras su corazón atravesaba tupidas nubes llenas de agua; la sentía al caminar por cualquier calle desconocida en la ciudad, donde se enfrentaba con la inmensa soledad que le había sostenido la mano familiarmente por tantos años, mientras la escuchaba decirle que ya es hora de partir; la sentía al escuchar la voz de él, tarde en la noche, absorbiendo su calidez invitante y acogedora, su timbre particular que iba levantándola poco a poco de ese peldaño al pie de la escalera, elevándola a un lugar simétrico donde sus ojos llegan al mismo nivel de los suyos.

Abro los ojos y logro despertar, recordando al instante lo que vengo sintiendo desde que supe que volvería a verlo. Paso mi mano lentamente por mi cuello y mis hombros, imaginando que no es mi mano sino la suya y veo la piel de mis brazos adquirir el relieve de un cactus salpicado de flores rojas. Mi mente ya aterrizó y va a su encuentro, y siento como el avión desciende de repente haciendo que se me hiele el pecho. Así deben sentirse los paracaidistas al lanzarse al vacío, al impulsarse hacia la vorágine.

Estiro mis piernas y levanto mis brazos hasta que llegan al límite y tocan el techo diminuto del avión; me pongo el cinturón y siento al hacerlo como se abren las compuertas debajo del avión que encierran el equipaje, como este abre sus alas como un ser mitológico mientras su cuerpo blanco galopa hacia esta nueva aventura. Debajo de sus alas blancas, ahora abiertas, ahora ensanchadas, van saliendo una a una las piezas de equipaje y ahora el animal comienza a esquivar la turbulencia ligero, ágilmente, como un niño curioso que se va adentrando en el bosque. ¿Qué encontrará en sus adentros? ¿ Qué sentirá cuando el grosor de los árboles enormes que tocan el cielo lo confronte con su propia pequeñez?

Mi asiento tiembla mientras las nubes chocan espumosamente sobre mi ventana, grises, cargadas, como recordatorios de lo que voy dejando atrás con este viaje. Dentro del temblor comienzo a imaginarme cómo se sentirá estar dentro de la vorágine, una vez llegue al bosque. No puedo vislumbrar los árboles con su imponente estatura y tampoco la neblina espesa como musgo que me impide ver el camino. En vez veo a la niña en la oscuridad que arropa al bosque durante la noche, buscando esa mano conocida que la sostuvo en lugares como este, en una búsqueda fútil que poco a poco la va encauzando hacia otro terreno. Estás lista, le murmuran los árboles, mientras regresa a su nueva y exhortante realidad del ser mitológico de grandes alas blancas, que cabalga determinado hasta llevarla a ese lugar donde todo es tábula rasa, donde me recibe el calor de sus brazos que tanto he extrañado, una habitación vacía esperando comenzar a almacenar recuerdos y donde ella mira hacia arriba murmurándose a sí misma: sí, sí, sí.

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