Monday, July 10, 2017

Cómo emprender el viaje en cinco semanas: El Viaje



Imaginémonos el peor de los escenarios. Finalmente, logras engavetar tus miedos al darte cuenta una vez más que tu signo y tu alma están llenas de fuego y que te es imprescindible alimentarte de experiencias como esta. Tienes cada centavo contado, pues recién vas saliendo a flote de un año difícil que agotó tu alma y tu billetera. Pero sin pensarlo mucho, compras tu boleto de avión y se te encoge el corazoncito, sabiendo que vas entrando en territorio desconocido, tu lugar favorito, el que más bien te hace.

Hace tiempo no te compras ropa nueva, pero anticipando el viaje y el calor desértico de su nueva ciudad, compras un par de vestidos llenos de flores, ceñidos en tus partes curvas, elegantes, con los que al mirarte al espejo te sientes tan bonita. Los doblas cuidadosamente hasta que quedan como libritos esperando ser abiertos, colocados al lado de tus sandalias y vestidos de baño dentro de tu maleta, la cual tienes abierta en exposición en tu habitación desde hace una semana.

Pasan los días antes de ese sábado en que viajas y suena Slowly de Aute en repeat en tu casa, camino al trabajo, mientras tomas un baño de tina y suavizas tu piel con sales, para que llegue a sus dedos como un lienzo de seda. Caminas por tu barrio y todo te acuerda a él, todo es superficie donde proyectas el sentir que sale desde tus adentros; ves un diario con un dibujo de un caballo con alas y se lo compras, imaginándotelo escribiendo a media noche dentro de su auto blanco en la carretera de la Costa del Pacífico, como en ese libro de Kerouac que tanto le gusta.

Durante un mes tu teléfono se ha ido llenando de mensajes inesperados a todas horas del día, conversaciones como destellos de pequeñas explosiones, cosas que solo tú y él comparten: las preguntas que ambos le hacen a las páginas que escriben al levantarse, los recorridos mañaneros por Venice Beach, por el Río Hudson, las cartas de Rilke, universos paralelos que iban tomando su forma en puntas opuestas de esta tierra a la que ambos emigraron desde su Latinoamérica profundo. Con cada intercambio que tienen te sobrecoge la seguridad de que no estás sola en esto, de que esta complicidad no es algo que habita solo en tu cabeza.

La noche antes de tu viaje, mientras imaginas la sensación de verlo otra vez, él te llama y sientes la urgencia en su voz, tan parecida a la tuya. Ya no falta un mes, ni dos semanas, ni varios días…ahora solo es cuestión de horas. Entonces emprendes el viaje. Te subes al pájaro blanco, expectante, las comisuras de tus labios permanentemente levantadas en las esquinas, tu cuello y muñecas perfumadas, vistiendo una ropa sencilla, pues decidiste que era mejor parecer no haber hecho esfuerzo alguno. Pensaste en cada detalle, porque tienes un corazón tierno y sensible, y voy a necesitar que te aferres a esta noción de ti y que la absorbas, para que podamos atravesar la siguiente parte de esta historia.

Llegas a esa ciudad, que en realidad nunca te ha interesado, pero que ahora parece fruta justo antes de caer del árbol. Tum tum, tum tum, retumba tu corazón desde que las patas del pájaro tocan el piso. Él te recibe con los brazos abiertos, tal como habías imaginado y una vez dentro de su auto, te besa urgentemente, y pasa su mano sobre tu pierna, la cual sientes que disuelve tu pantalón de blue jeans que separa tu piel de la suya.

Mientras él conduce, vas viendo cosas: lo pasiva que te tornas dentro del auto, situación anti natural para tu esencia que gusta de interactuar activamente con la urbe, sintiendo el pulsar de la calle debajo de tus pies, inhalando los olores citadinos en ráfagas embriagantes, asquerosas, seductoras. Dentro del auto esta ciudad desconocida se desplaza plana hacia el infinito, las construcciones truncadas, fachadas superfluas que no llegan a la copa de los árboles maravillosos que visten sus calles, en completo contraste con el edificio enorme donde comenzó esta historia un mes atrás en la ciudad de la furia.

Permaneces más alerta de lo usual, observas, ejercitas esa capacidad que has venido desarrollando de voltear el lente hacia el interior. Todo es información. Cuando llegan al huequito que lo acoge en su nueva ciudad, se besan, se tocan, se lamen y te sorprendes al darte cuenta de que hay una parte tuya que él no está tomando, que no puede sentir tu sabor original directamente, que es incapaz de degustarte sin anestesia, sin el humo medicinal que altera los sentidos, y entonces recuerdas la primera noche y notas que allí también hubo humo, y que la humareda se extendió a todas las otras noches de la semana que compartieron. Pero lo inhalas todo y lo acoges a él dentro tuyo, sabiéndote ya dentro del bosque, y ambos comienzan a navegar los senderos oscuros entre los enormes árboles.

Una vez allí, algo en él se comenzó a despedazar, fragmentos de su paz cayendo uno a uno destrozados al suelo. Allí estabas frente a él, con tus pistilos expuestos, brindándole la oportunidad de acercarse verdaderamente a otro ser humano, a él mismo. Le extendiste el regalo con ambas manos, mirándolo a los ojos y allí es donde se produjo el corto circuito. Porque desde ese momento, sus dedos nunca volvieron a encontrar tu cabello, ni tu cara, ni tus manos, y necesito que estés lista porque es aquí donde comienza la verdadera turbulencia.

Por los próximos días notas su rechazo en una infinidad de formas. Lo notas en la ausencia de las caricias que habían tramado y de besos donde ambas lenguas se unen húmedamente. Lo notas cuando sus ojos esquivan tu mirada, en cómo evita estar a solas contigo llenando cada segundo que comparten con actividades cuya urgencia solo reside en apaciguar su incomodidad. Lo sientes cada vez que salta de la cama luego de hacer el amor contigo y va directo a la ducha a lavarse los vestigios de ti hasta quedar pulcro, hasta borrar las huellas de cualquier intimidad sobre su piel. Mientras oyes la ducha correr, te quedas inmóvil viendo cómo se desarrolla este teatro a tu alrededor, viendo como el vapor caliente del baño va empañando el vaso de cristal que sostienes valientemente en tu mano, mientras llegas al ojo del huracán.

Estás en su cama y esta es la última vez que estarás con él. Desde tu tranquilidad, que va tiñéndose de humillación, adquiriendo los azules de una leve tristeza, ves como él se comienza a descompensar frente a tus ojos. Ambos están allí, en la densidad de esta selva que lo aterra, que lo confronta con esa parte suya que es feral, irracional, detestable, y de repente lo sobrecoge una necesidad de aniquilarte mientras estás desnuda en su cama. Necesita ordenarte que le bajes y te la comas toda, diciéndote que tu estadía en su casa no es gratis, y tú lo tomas a broma pero pronto te das cuenta de lo repugnante del asunto cuando te dice que se quiere venir en tu cara y le dices que por favor no lo haga, pero segundos después sientes el líquido cálido correr por tu rostro, ensuciarte el pelo, taparte los ojos, mientras él vuela de la habitación directo al baño a seguirse anestesiando con humo y vapor caliente.

Ya no sintiéndose como un niño inseguro, como la poca cosa que sabe que es en su interior, recobra su esencia misógina al haberte silenciado, sabiéndote objetificada en la cama a su lado. Sale el primer rayo de sol en esta habitación que ahora tiene un aspecto fúnebre, donde amaneciste en vela, tu pelo todavía pegajoso, tu piel encostrada con sus fluidos. Sientes la humillación crecer dentro de ti como un moho verdeazul que lo contamina todo, y con esta también sientes proliferar una llama nueva que arde con la convicción de que eres y mereces mucho más que esto. Lo dejas y te vas a la playa de altas palmeras, te desahogas dejando que la sal que corre de tus ojos y que baña tus pies te cure poco a poco, aceptando las discrepancias entre el viaje que habías imaginado y en el que en realidad te encuentras.

Llegas de nuevo a su casa con un poco de tu valentía restaurada, el sol ya detrás del horizonte, y le comunicas amorosamente lo incómoda que te sientes, dándole el respeto que todo ser humano merece de ser escuchado. Pero mientras mantienes tu calma, ves como sus facciones se osifican frente a ti, cómo se le frunce el ceño formando surcos infinitos en su cara, como el timbre de su voz comienza a ir en escalada mientras te culpa por estar arruinando el viaje con tus dramas. Vomita sus palabras sin mirarte a la cara, y ves a un animalito acorralado que trata de escaparse por algún hueco del cerco, y fugazmente sientes el deseo de acariciar su pelaje y decirle… tranquilo, que no voy a hacerte daño, solo quiero darte cariño, pero ya has entendido con el pasar de los años que cada quien debe cargar su propio equipaje. Él te dice que te vayas, que ya no te quiere en su espacio, y no te queda de otra que dirigirte al ojo del huracán en el medio de la noche. Aquí está el hueco, en carne y hueso frente ti, exigiendo que mires sus ojos negros sin resistirte y que lo aceptes como parte tuya.

Mientras recoges tus cosas, entiendes profundamente su incapacidad de habitar espacios profundos sin rituales que mitiguen su miedo, sin lavarse mil veces la ansiedad de la piel de sus manos, sin hacerse rutinas y rituales que edifiquen estructuras alrededor de su mente, para mantenerse flotando en la superficie. Y ya entiendes por qué la insoportable levedad de su nueva ciudad le cae como anillo al dedo. Ves que tiene un temor agudo a ver lo que en realidad habita dentro de él, que fuiste espejo y que necesitó quebrarte para recobrar su levedad. También entiendes la razón por la cual sus escritos carecen de alma, desprovistos de vida interior, siendo solo palabras que no comunican nada, colocadas cerebralmente con el lente hacia afuera en vez de hacia sí mismo, y es que, ¿cómo puede existir una voz que no se ha rendido a su propio dolor?

Regresamos a tu fuego, a tu necesidad de sanar, a la verdadera razón que te llevó a emprender el viaje. Te transportas a otro mundo, a una isla que no conoces en el medio de la bahía, tus pies empanizados de arena blanca, el sol encandilando tu piel y entras en sintonía con el propósito profundo de las cosas. En tu cabeza, esas voces anteriores quieren que te sigas preguntando: ¿Por qué yo? ¿Por qué me rechazan? Pero sentada allí, rodeada de agua, como un reflejo de aquella profundidad que ahora habitas sabiamente, sabes que en el último trecho del viaje no caben las construcciones racionales, sino solo la aceptación de lo desconocido, de lo insondable, de lo inexplicable, donde tu alma brilla y resplandece frágil bajo el sol.

Cómo una flor desértica, absorbes tranquila y calladamente la noción de que la niña ya no sigue en el peldaño al pie de la escalera, de que el cerco alrededor de tu jardín interior es lo suficientemente maleable para dejar entrar a seres vivos y amorosos, pero que muta con igual ímpetu en acero impenetrable si alguno de estos muestra intención de exterminar sus flores, tus geranios y rosas fragantes, tus girasoles que miran al sol. Disfrutas haber descubierto esta islita inesperada a la que te llevó el viaje, este pedazo de tierra que es solo tuyo, el cual puedes visitar con solo cerrar los ojos y confiar, a sabiendas de que experiencias como esta nunca más podrán romperte.

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