Monday, July 10, 2017

Cómo emprender el viaje en cinco semanas: El Hueco



En la primera noche que lo visité, su apartamento todavía seguía poblado con sus cosas. Un cuadro negro con contornos de figuras blancas navegando hacia un centro redondo amarillo, una pizarra con afirmaciones escritas en tizas multicolores, una camada de hiedras artificiales cubriendo la fachada moderna de su balcón con un leve aire de nostalgia.

No encendimos las luces, y yo seguía nerviosa. Su pequeño estudio estaba iluminado únicamente por las luces lejanas de la ciudad al otro lado del río, tiñendo el piso de madera con una sutil incandescencia naranja y tornando sus sábanas blancas en mantos cobrizos. Esa misma mañana me dije frente al espejo que no quería ir tan rápido, pero ahora me encontraba allí mirando en otro espejo, esta vez transparente, develando construcciones enormes alrededor de su edificio. En una de estas, se veía un hueco enorme, con una negrura que se perfilaba infinita a esas horas de la madrugada. Observé este hueco fijamente, sin pestañar, su oscuridad insondable, casi hipnotizante, y recordé bien la familiaridad de ese sentimiento, aquel lugar conocido al que nadie me puede acompañar.

Nos sentamos al pie de la ventana y dejamos que el humo navegara sobre la lengua, por la garganta, por la humedad de nuestros adentros hasta calentar las palmas de nuestras manos, el sexo expectante, las rodillas y los pies. Sigo con miedo pero ahora todo parece desconocido, las cosas dejando una estela en su paso, su mano sobre mi cabello que ahora parece larguísimo hasta llegar al suelo, su cuerpo enorme que veo moverse lentamente hacia mí, amenazante, hasta que coloca una almohada debajo de mi cabeza, donde esta desaparece en nubes de algodón y me pierdo. Pierdo los estribos y abandono mis reglas, mientras voy descubriendo detalles de él que no había notado, ahora más claros con la emergente luz del amanecer. Su pelo negro, negrísimo, sus manos enormes que abarcan perfectamente ciertos espacios de mi cuerpo, su escasez de palabras por la mañana, dando espacio a un silencio fino y arrullador. Ese silencio que he buscado en tantas cosas.

Él sigue dormido y yo me levanto y me siento en la cama, registrando todos los detalles ahora inofensivos bajo el tibio sol de la mañana. Vuelvo a ese espejo que mira hacia afuera y noto que la construcción de anoche ahora está llena de obreros, hormigas diminutas que se pierden en la vastedad del paisaje urbano. Estas circundan el hueco de cemento y comienzan a estirar lentamente una lona azul brillante sobre su cavidad. En la luz y lucidez del día, el hueco se ve más distante, su oscuridad apaciguada, resignada. En el transcurso de una media hora observé fijamente el hueco y como las hormigas lo iban arropando de azul, al unísono, fuerzas ocultas trabajando para una causa mayor. Quizás no es hacia afuera que mira este espejo.

Solo quedan unos días antes de que él tenga que partir y sus cosas emprendan la marcha fuera de su apartamento y hacia un lugar desconocido no tan solo para él. Veo ondular la lona azul desde las alturas, como olas de mar lentas y acompasadas. “Fluir, fluir…”, parece decir un eco desde la cavidad que van vistiendo de color mar, de color cielo. ¿A dónde se fue mi miedo? Lo sentí dejarme al ritmo que se disipaba la oscuridad del hueco, que ahora es azul intenso, como el cielo de la costa oeste que le espera, como este nuevo don de fluir que me he permitido, como la incertidumbre.

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