Monday, July 10, 2017

Cómo emprender el viaje en cinco semanas: El Vaso de Cristal



Desde que apagaron las luces y se abrió el espeso telón de terciopelo negro, ella no me dio tregua. Se acercó a la luz cenital del escenario con el caminar entrecortado de un pájaro recién herido, con sus únicos tres dedos y su vestido de diferentes parches color piel, como una extensión de tela de su propio rostro. Todos estábamos sentados en penumbras, envueltos en el silencio ensordecedor de este circo extraño donde todavía merodeaba el aire salitre de la playa al cruzar la calle.

No debí haberme sentado en primera fila. Aunque no volteé a ver ni una sola vez a las personas sentadas detrás de mí, intuí que la veían con asco, que ellos también la evitaban con la mirada, tratando de ocultar su falta de entendimiento por el lenguaje atrofiado que salía de sus labios, su sorpresa por la piel que le cubría el cuerpo como cera blanca al calor del fuego.

Ella salió espigada, su baja estatura imponente, una contradicción en sí misma. Se postró en el polvoriento escenario de madera, silente, sondeando las caras en el salón. Sus ojos almendrados diferían el uno del otro, el izquierdo más alerta, despierto, libre de las cicatrices que le arropaban el párpado derecho. Transcurrió una infinidad de segundos kilométricos, y desde su silencio, ella nos contuvo en nuestra incomodidad. Me miró fijamente y el banco en el que yo estaba sentada transmutó en una infinidad de sillas que he ocupado a través de los años. Lugares donde yo era ella y había llegado el momento de exponer mis cicatrices a otro.

Ella toma en sus manos toscas una lanza de madera, embadurnada de aceite en ambas puntas, la cual enciende con un fuego que engulle la lanza rápidamente. Sus únicas palabras: “relájense, que con estas manos horribles todavía no se me ha caído el primer vaso de cristal”. Comienza la danza al interior y la lanza gira sobre su cabeza, alrededor de su cuerpo, envolviendo las texturas de su piel en figuras color carmín, sacando a la luz cada relieve de su cara, sus cicatrices ensanchadas como brillosos valles, como cordilleras imponentes y borrascosas, como gusanos solidificados bajo cemento fresco. Con las llamas en movimiento se van encandilando mis recuerdos y me transporto a decenas de primeras citas y a la ansiedad de que el otro note las costuras que enmarcan mi historia. Ella sostiene la lanza ardiente y de mí van brotando explicaciones urgentes sobre el aspecto peculiar de mi vida, las cuales lanzo compulsivamente al que se sienta frente a mí como estrellas desperdigadas, temiendo que las deje caer al suelo reduciéndolas a fragmentos cristalinos, a solo polvo.

Ella es espejo, ella es cristal y yo voy asimilando el porqué de su danza cálida y peligrosa. La valía de sostener sus deformidades como un frágil testamento de sus vivencias, que entrega al otro con gracia, sin palabras. La ofrenda de las hermosas cordilleras a lo largo de su rostro, de sus pocos dedos erguidos como únicos sobrevivientes y de sus cavidades acuíferas con un lago color miel al centro, que cruzan cercos de piel espesa con cada pestañeo, valientemente, como una niña de circo. Se van apagando las llamas y con estas también mi verbosidad en el escenario que habito, ella y yo ya expuestas, permitiendo al otro que sienta el calor del fuego, y la belleza de ver cómo sostener el vaso de cristal.

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